Por: Félix fernando baños

Agradezco mucho a la Mtra. Ana Cecilia Espinosa, Sub-Directora Académica del Centro de Estudios Universitarios Arkos su amable invitación para que expusiera a ustedes mis ideas sobre la cultura en Puerto Vallarta, lo que hago con mucho gusto después de saludar a las autoridades del claustro, en particular al señor Director, pionero de la educación universitaria en Puerto Vallarta, a los otros ponentes y a todos ustedes, distinguido público, en el que destacan los compañeros universitarios.


Como todos sabemos, el concepto de cultura tiene varios contenidos, los cuales se relacionan entre sí como en círculos concéntricos y niveles de comprensión diversos, de tal manera que si empezamos nuestra reflexión por el más general y amplio o, al revés, por el más localizado, seremos conducidos naturalmente, en algún momento, a la consideración de los demás..


Siendo esto así, quisiera abordar algunos rasgos generales de la cultura vallartense, establecidos por su mentalidad colectiva; es decir, hacer rápida alusión a sus representaciones, ideales, emociones y sentimientos colectivos, así como a prácticas o conductas del mismo género. Mi momentáneo acercamiento será desde el punto de vista de los factores históricos que han propiciado su formación, dado que Puerto Vallarta, como cualquier comunidad, está sujeto a un proceso de evolución continua.


El primer dato que parece evidente, es que Puerto Vallarta ha sido desde el principio una comunidad de inmigrantes. Por supuesto, no se pretende negar la valiosa y cotidiana contribución de los nacidos aquí, tan destacada en los casos de doña Margarita Mantecón de Garza, de doña Catalina Chavarín, de Manuel Lepe, de Carlos Munguía o de los Gómez de Ixtapa, para ceñirme a unos cuantos nombres. Pero también es innegable que ellos descendieron de quienes vinieron como inmigrantes. Asimismo es innegable que el aumento cuantitativo que se ha dado en los sucesivas etapas de desarrollo, al igual que la caracterización de Puerto Vallarta, ha sido en general obra de los inmigrantes, que han estado llegando continuamente –aunque a distinto ritmo- desde que don Guadalupe Sánchez fundó el rancho de Las Peñas en 1851. Debido a la migración, para 1887, año en que empezó a funcionar el Registro Civil, nos encontramos con una comunidad bien abastecida, que disponía de los oficios necesarios para vivir cómodamente.

Como en otros lugares de Jalisco se alcanzó esa complejidad tras un largo asentamiento, hay quien piense que se debe retrotraer la fundación de Puerto Vallarta mucho antes de 1851. Pero hay un dato más, confirmatorio de que la inmigración explica suficientemente el fenómeno. Ese otro dato es la traza virreinal serrana de nuestro puerto y sus fincas construidas al modo de las que existían entonces en San Sebastián del Oeste, Mascota y Talpa, ciudades que aportaron numerosos inmigrantes en los siglos XIX y XX. A ellos debemos la belleza original del caserío de Puerto Vallarta y su disposición en el plano. Después, gracias a Freddy Romero, creador del eclecticismo arquitectónico llamado “vallartense”, y a sus continuadores, los ingenieros Favela y Wulff y el arquitecto Díaz Escalera, inmigrantes todos, no sólo se detuvo la incipiente destrucción de las antiguas viviendas por parte de los propietarios que querían sustituirlas por “edificios modernos y funcionales” cuando nuestro puerto se abrió al turismo internacional, sino que se demostró que era una oferta más rentable para los visitantes combinar el estilo tradicional con las comodidades actuales.

Como es sabido, el “estilo vallartense” hizo fortuna y hasta se extendió a otros destinos turísticos del país, contribuyendo a preservar en ellos el acento mexicano. Nos pasaríamos horas relatando cómo se encuentra la huella de los inmigrantes en casi todo lo que hace de Puerto Vallarta un sitio distintivo. Ya que por la brevedad del espacio no es posible ni siquiera mencionarlos, quisiera simbolizarlos a todos ellos en la persona del maestro José Esteban Ramírez Guareño, por cierto inmigrante temporal, quien nos dejó, entre otras obras, la corona de la parroquia de Guadalupe, identificación mundial de nuestro puerto.


La tradicional tolerancia de los vallartenses hacia modos de pensar y de vivir ajenos es una de las conductas colectivas producidas por ser una comunidad originada de una inmigración generalizada, constante y permanente. Pero también lo es la falta de unidad social, típica de esas comunidades, donde la socialización es fragmentaria, pues los individuos conservan por largo tiempo la impronta de los sitios de donde provienen. La falta de unidad ha facilitado que Puerto Vallarta se haya visto afectado siempre por decisiones tomadas sin su consentimiento.

Los vallartenses, por ejemplo, querían ser un municipio. Pero nunca solicitaron que su puerto cambiara de nombre. Tal cosa fue idea del diputado Dr. Marcos Guzmán, y el cambio se operó autoritariamente en el decreto 1889 del H. Congreso del Estado. Todavía años después muchos vallartenses seguían denominando a su pueblo “Las Peñas” o “Peñitas”, no Puerto Vallarta. Como ejemplo contrario, cuando se le rebajó de puerto de altura a puerto de cabotaje, la unidad de los porteños obligó finalmente a que volviera a ser de altura. Asimismo, cuando se creó el Fideicomiso Bahía de Banderas, la reacción popular –sumada a otras reacciones- impulsó al gobierno Federal a dividirlo, creando el Fideicomiso Puerto Vallarta. Volviendo a la falta de cohesión social generada por la inmigración, es también producto de ella la ‘acapulquización’ que ha venido cambiando aceleradamente a Puerto Vallarta, donde ya se padecen las secuelas negativas de ese modelo de destino turístico de playa.

La ‘acapulquización’ ahora se cobija bajo el slogan de “ciudad competitiva”. Ya temida desde hace unos treinta y tres años al cambiarse por primera vez los reglamentos de construcción y repudiada formalmente por los vallartenses en el gobierno del Lic. Flavio Romero de Velasco, la conversión de Puerto Vallarta en clon de Acapulco parece estar a la vuelta de la esquina. El ecologista Ron Walker, por ejemplo, concede apenas cinco años para que nos asemejemos por completo al modelo guerrerense.


El segundo dato es que Puerto Vallarta fue originalmente una comunidad campesina. Por supuesto, había pescadores, comerciantes, carpinteros, herreros y demás ocupaciones. Pero la actividad económica primordial era la agrícola. Por eso la reforma agraria provocó aquí una fuerte sacudida social en los años treinta del siglo pasado; y algunos de los rencores de entonces aún estaban vivos cuando las necesidades del ejército estadunidense abrieron un nuevo segmento durante la Segunda Guerra Mundial, incentivando la exportación de aceite de tiburón. A partir de la sustitución de sectores económicos producida por el turismo, los campesinos quedaron fuera de foco. Sin embargo, siguieron siendo la trama del tejido social. La naturalidad proverbial de los vallartenses en su trato, su habla desenfadada, su manera sencilla de vestir, la casi inexistencia de distancias sociales, las peregrinaciones, el tono de los días patronales, el gusto por las fiestas campiranas como “La Paseada” de Las Palmas, el número relativamente alto de lienzos y la destacada participación de los vallartenses en la charrería nacional rezuman el hálito del campo. Pero el cuadro también tiene sombras. Una de ellas es la tendencia a la división exagerada de los terrenos, característica de algunas colonias. Enseguida, acostumbrados a disponer a su talante de un medio ambiente por cuya consecución no hicieron jamás ningún esfuerzo, educados por generaciones en una agricultura temporalera cuando la naturaleza aguantaba los coamiles, los desmontes y la depredación de un vecindario escaso, se crearon hábitos que se volvieron perniciosos con el acelerado crecimiento demográfico y que ponen en grave riesgo una de las razones mismas por las que Puerto Vallarta es un imán turístico: su riqueza forestal y la majestad de sus montañas. Sólo por codicia o precarismo brotan asentamientos innecesarios; el número de colonias irregulares parece no tener fin, se lotifican tierras aptas para el cultivo, no se respetan las cotas de altura, se ataca a los cerros y la contigüidad de las playas con singular desprecio. Es angustiante ver convertidos en eriales o basureros lo que antes fueron fragmentos de paraíso. La contaminación de las aguas, el polvo persistente y sucio que flota en la atmósfera en tiempo de secas, la erosión y los lodazales de la estación de lluvias son consecuencias de este desenfreno.


El tercer dato es el desajuste existente entre la unidad geográfica de la Bahía de Banderas y la pluralidad y diversidad de los centros de mando que deciden sobre ella. Atravesada por el río Ameca, una parte pertenece a Jalisco, la otra a Nayarit. Aquí en Jalisco, la Bahía se vuelve a dividir: del río Ameca al de Tomatlán, es decir, su parte central, es Puerto Vallarta. Toda la magnífica pinza del sur es Cabo Corrientes. Se reparten, pues, la Bahía dos estados con distinto nivel de desarrollo y tres municipios de igual característica.


En otras palabras, estamos sobre un polvorín, como lo demuestra lo que ha sucedido en otras partes. En efecto, aparte del centralismo, la Ciudad de México llegó a lo que es ahora propulsada por un desajuste similar. Allá, una unidad geográfica, el valle de Anáhuac, se dividió arbitrariamente en el siglo XIX en tres entidades: el Distrito Federal y los estados de México e Hidalgo. Hasta la mitad del siglo pasado las cosas funcionaron bien. Pero cuando el gobernador Sánchez Colín –muy lógicamente para los intereses del estado de México- decidió ubicar en Tlalnepantla su eje industrial, el modelo estalló. Para empezar, se vinieron abajo el plan de rescate del vaso del lago de Texcoco y el proyecto de las ciudades satélite, y en su lugar surgió, sobre terrenos salitrosos, Ciudad Netzahualcóyotl, la segunda aglomeración del país, con más habitantes que Guadalajara o Monterrey. Y de allí se vino todo lo demás.

Guadalajara y Monterrey, por cierto, padecen problemas parecidos. Sus respectivos valles, también unidades geográficas, se dividen en varios municipios, cada uno de los cuales busca sus propios intereses. Nuevamente, la disparidad con la geografía alimenta el gigantismo desaforado.
Para evitar que nos sucediera en el futuro lo que en las ciudades mencionadas, dado que desde hace mucho se sabe que entre el Ameca y la sierra de Vallejo cabe fácilmente una población de cinco millones de habitantes, el Presidente José López Portillo creó la Comisión de Conurbación del Río Ameca. Desafortunadamente, el organismo pronto dejó de funcionar por falta de visión e interés de los gobiernos de los dos estados.


Esta tensión actual de crecimiento imparable hacia una megápolis –además, producida sin orden ni concierto según el modelo de Acapulco- agrega nuevas influencias culturales a la mentalidad colectiva vallartense. Ya tenemos pandillas, ya tenemos “fresas” y “picudos”; ya tenemos brotes de neurosis en los continuos embotellamientos; el “efecto demostración” obliga a tripular 4 x 4 –aunque se viva en un departamento minúsculo y se coma mal para pagar las letras-; ha aumentado la corrupción, pues como decía un extranjero: “en Vallarta no hay normas, sino cuotas”; ahora sí ya hay divergencia estridente entre clases sociales. Pero al mismo tiempo tenemos universidades y posgrados, tenemos dos radiodifusoras culturales, una excelente biblioteca y un buen puñado de intelectuales y artistas.

Tras este rápido esbozo sobre los rasgos primordiales de la cultura vallartense, echemos una mirada al desarrollo de las actividades artísticas y culturales en el puerto. Por su inercia campesina, los ayuntamientos no tenían ni siquiera idea de que la procuración de la cultura fuera tarea municipal. Sólo sostuvieron la banda municipal de música y, cuando podían, daban algún mantenimiento a las escuelas si se les solicitaba. La Iglesia, en cambio sí consideraba deber propio promover la cultura. Desde 1925 se encuentra documentada la realización de veladas literarias, obras de teatro, coros, proyección de películas, formación de músicos, concursos de oratoria, inversión en obras de arte, y quizá se hizo desde antes de esa fecha dado el estilo de preparación que los párrocos recibían en el seminario. Pero el 1° de enero de 1983, por cierto en la primera sesión de Cabildo, el Presidente Municipal, Arq. Jorge Lepe creó la Dirección de Cultura, a cuyo frente puso al afamado escritor Jorge Souza. El dinámico C.P. Juan José Loredo fue el primer Regidor de Cultura en la historia de Puerto Vallarta. Gracias a su visión, se creó el Patronato pro Arte, responsable de recoger el apoyo de la iniciativa privada para respaldar a la Dirección de Cultura. También se hizo el proyecto de la Casa de la Cultura, que se instalaría en la construcción inconclusa levantada por el Presidente Municipal don José Vázquez Galván, donde está ahora la plaza Lázaro Cárdenas.

Las circunstancias no permitieron la construcción, y años después desapareció el Patronato pro Arte. La Dirección de Cultura –disminuida a Departamento- ha seguido hasta nuestros días, no siempre suficientemente respaldada por los respectivos ayuntamientos. Pero, a fin de cuentas, es una realidad que ya pesa, que ha hecho mucho y que ciertamente hará más.

Por otra parte, la presencia universitaria en Puerto Vallarta, inaugurada por el Centro de Estudios Universitarios Arkos, ha sido la mejor noticia para su vida cultural, porque las universidades, impulsadas por su misma naturaleza y objetivos, han originado en ese campo un movimiento que crece cada vez más en forma constante y que está contribuyendo de manera significativa a dar a Puerto Vallarta ese “suplemento de alma” colectivo, que es la cultura, impronta de quienes cultivan el espíritu, la cual -en palabras de Zorilla de San Martín- “contribuye al mejoramiento social porque, por medio de él, el común de las gentes participa de la visión de los hombres excepcionales, y se eleva y ennoblece en la contemplación de aquello cuya existencia no conocería si el poeta no le dijera: levanta la frente; sube conmigo a las regiones de la belleza; la atmósfera es pura porque acaba de atravesarla la tempestad del genio que, como las tempestades de la tierra, purifica el ambiente.”